El ataque a Bahia Agradable desde dentro: recuerdos de una victoria tardía en la Guerra de Malvinas.



“Son diez segundos para los que te preparaste toda la vida” explica el comodoro Carlos Rinke, veterano de la Fuerza Aérea y unos de los pilotos que el 6 de junio de 1982 protagonizó el ataque contra las fuerzas británicas en Bahía Agradable. “Cuando las bombas dejan el avión, se siente un “clanck” y un salto por el peso liberado. Ahí hay que buscar enseguida la salida de la zona de combate”, relata el brigadier Amlicar Cimatti, otro de los aviadores que participó del mayor golpe militar que recibieron los soldados del Reino Unido desde el fin de la Segunda guerra Mundial.


El 8 de junio de 1982, el comando argentino recibió la noticia de un desembarco en la zona de Bahía Agradable. El enemigo intentaba abrir un nuevo frente para avanzar hacia Puerto Argentino y de ese modo aliviar el trabajo de la columna que avanzaba desde el Estrecho de San Carlos.

Esa mañana el teniente Rinke recibió la orden de preparar su nave, un A4B Skyhawk. Abordó el cazabombardero luego de revisar la carga de 3 bombas de 500 libras bajo el fuselaje. Poco después partía junto a otros siete aviones con rumbo a Malvinas. A poco de despegar tres A4, fatigados por misiones anteriores, debieron regresar a tierra. El resto de los integrantes de la escuadrilla viajaron hacia las islas en total silencio de radio. Una breve comunicación podía delatar su presencia y con ello convocar a las patrullas aéreas enemigas armadas con misiles aire-aire contra los cuales poco podían hacer, dado que los argentinos carecían de armas y combustible para defenderse. Y sin radio, tampoco contaban con ayuda para navegar hacia su objetivo. Para ello debían confiar en los mapas y su entrenamiento. “Yo tenía una regla dibujada en papel, un mapa con unas líneas dibujadas y con eso calculábamos el tiempo para hacer cada giro y las distancias para llegar al objetivo” explica el comodoro Cimatti.

Mientras el teniente Rinke volaba hacia Bahía Agradable, el capitán Cimatti se preparaba para ser parte de una segunda oleada. Su M5 Degger cargado con dos bombas de 250 kilos y dos depósitos de carburante de 1700 litros en el vientre, lo esperaba en la pista.

El veterano piloto de Dagger explica como operaba la ansiedad “Si, hay algo de temor ante una misión. Somos profesionales pero además seres humanos. Se no hacía como un nudo en la panza que no se te va. Por eso antes de la misión nos tomábamos una copa de Legui que nos regaló la hermana de Luna, uno de nuestros compañeros. Eso ayudaba a deshacer eso que sentías”

Quiso la fortuna que ese día, los británicos no tuvieran la suerte de su lado. El radar que habían instalado en territorio chileno para vigilar las naves que partían desde bases argentinas, sufrió un desperfecto. Fue apagado y con ello perdieron la posibilidad de enterarse del contraataque en camino. Al menos esa es la versión que dio a conocer la ex primer ministro Margaret Tatcher en la posguerra, cuando defendió al dictador Augusto Pinochet ante los miembros del parlamento británico.
Sin saber que les esperaba una respuesta categórica, los buques de desembarco británicos Sir Galahad, Sir Tristam y HMS Fearless comenzaron a bajar a tierra a los soldados. Las tropas viajaban en lanchas abarrotadas de Guardias galeses y escoceses de la 5° Brigada de infantería que confiaban en la protección de la fragata HMS Plymotuh anclada cerca de ellos.

Para ese momento Rinke y sus compañeros ya terminaban su vuelo de aproximación. Aunque era su sexta misión de combate, la sensación al ser parte a una misión no cambiaba: “Durante el viaje uno piensa en la familia, pero son momentos en los que uno tiene que ser profesional. También se da cuenta que está en una guerra y los riesgos que le esperan, pero no pierde la concentración en la tarea que se le encomienda”.


Los aviadores abandonaron sus pensamientos personales cuando avistaron las islas. Volaban a ras del suelo a seiscientos kilómetros por hora y debían seguir la silueta de las colinas y bahías para evitar ser detectados. Si no lo hacían, se perdería el factor sorpresa. Y con ello llamarían a los “packs” de Harrier, armados con modernos misiles Sidewinder AIM9L y con combustible de sobra para perseguirlos y derribarlos. Y le darían tiempo a los buques de guerra a disparar con sus baterías de cañones y misiles antes de poder lanzar sus bombas.

“Por más que parezca raro, en el momento en que viajas al ras del agua o de la tierra, a varios cientos de nudos y a quince metros de altura, no sentís peligro. Te daba una sensación de seguridad – dice Cimatti – porque sabías que si no te detectaban aumentabas tus posibilidades de volver”.

Mientras en Bahía Agradable crecía el frenesí de soldados y lanchas que llegaban a las playas, un rugido llegó desde las colinas. Eran los A4 argentinos que venían a entregar su carga de bombas.


Un caos en la playa
El capitán Cimatti partió hacia el mediodía. Junto a sus compañeros, ignoraban los resultados del primer ataque. Sabían sin embargo que no contarían con el factor sorpresa de su lado. Fueron guiados por un Learjet por más de cien millas y luego descendieron al ras de las olas para hacer la aproximación final. “La cabina en ese momento es tu universo personal. Te concentrás en el silencio y en navegar sin errores. Mis compañeros volaban a doscientos metros de distancia y cada uno iba solo con sus ideas y sus mapas”



Para ese momento, Rinke y sus compañeros habían sembrado el caos entre los británicos. Las bombas habían destrozado al HMS Sir Galahad y al HMS Sir Tristam. Desde las heridas abiertas en los costados de los buques salía una columna espesa de humo negro y tóxico. Las cubiertas superiores estaban al rojo vivo y los tripulantes buscaban refugio en las balsas salvavidas lanzadas a los costados. Cientos de soldados escapaban como podían en botes inflables, mientras algunos helicópteros Sea King usaban sus aspas para generar vórtices que la alejaran de las llamas.

“No se siente nada en especial, uno no está pensando en ese momento. Solo se concentra en hacer blanco, son diez segundos para los que uno se ha preparado toda la vida” recuerda Rinke cuando se le pregunta que se siente al lanzar su carga de bombas contra el enemigo. “Ellos nos tiraban con todo y buscaban derribarnos, - confiesa - y nosotros estábamos del otro lado tratando de hacer lo mismo. Yo sabía que no buscaban matar a Rinke, como yo no deseaba que muriera Davis u otro militar británico. Es una guerra, no es un asunto personal”.
En poco menos de cuarenta segundos, la flota británica había sufrido un desastroso golpe. Decenas de soldados habían muerto y un centenar estaban heridos en la costa, en las balsas o atrapados en los buques.

Los cinco aviones del ataque inicial volvieron intactos a su base. Si los británicos pensaron que era al final, era porque ignoraban que Cimatti y sus compañeros estaban llegando. Luego de recorrer 160 millas “navegando sobre las olas”, estaban por alcanzar la zona de combate. “La cabina es como un vientre materno – ensaya el aviador para explicar el vuelo a las islas – uno tiene calefacción, está aislado del mundo y protegido de todo (…) en ese momento uno piensa en la familia, en los amigos y en los compañeros que no volvieron. No es deseo de venganza, uno quiere responder por esos compañeros que habían caído.”. Y luego, explica de un momento para el otro ya no hay más tiempo para meditar “Debíamos lanzar una carga de bombas a ochocientos kilómetros por hora sobre un blanco; son apenas unos segundos en los que uno deja de pensar y dispara con todo lo que tiene”
Los aviones de la segunda oleada se dividieron los objetivos. Las naves de desembarco y las tropas en la playa y los buques anfibios volvieron a ser blanco de las bombas y cañones argentinos. Rinke vio a la fragata HAM Plymouth y la eligió como blanco. Junto a un compañero, hicieron un giro hacia la izquierda y pusieron al buque en la mira.


“En ese momento en la cabina solo se oye la radio y los compañeros que piden y dan indicaciones. Y uno, finalmente, solo se concentra en el objetivo y en el botón rojo que libera las bombas” se acuerda Cimatti cuando trae a la memoria esos momentos finales del ataque. “De pronto vi el humo negro de los cañones de la fragata. Y una columna de agua detrás mio y sentí el peligro…”Titina, sálvame” pensó el capitán mientras se desataba un infierno de metralla en derredor de su avión. Le hablaba a su hija de tres meses, María Victoria, que lo esperaba en el continente.

Las bombas dejaron el vientre del Dagger. Llevaban en su punta una espoleta de retardo de diez segundos y un paracaídas en la cola para frenar su velocidad. Habían aprendido que bombas más grandes y rápidas pasaban de lado a lado el fino aluminio de los buques de guerra. Lanzada la carga de explosivos, los pilotos descargaron sus cañones de 30 milímetros contra la estructura de la fragata y multiplicaron el daño.

Cimatti logró hacer impacto en la parte trasera de la HMS Plymouth. Las municiones que guardaba el buque en popa aumentaron el efecto de sus bombas y dejaron a la nave fuera de servicio. Pero el capitán aún estaba en riesgo. Se había acercado tanto a la fragata que tuvo que ladear su avión para pasar entre sus mástiles y evitar estrellarse. En esas décimas de segundo en los que el tiempo se vuelve relativo, vio un banderín rojo y blanco a cuadros en el tope de la nave. Y un inglés solitario en un bote más allá de la Plymouth. “¿Qué habrá sido de ese soldado? ¿Lo habré derribado con el viento de mi tobera? “se pregunta todavía el militar a décadas del ataque.

Una tercera oleada de A4 Skyhawk lanzada por la tarde hundió una lancha del HMS Fearless con una carga de vehículos a bordo. Otro destructor británico, se sumó a la lista de naves averiadas y por la noche la Task Force decidió retirar sus buques de la zona.
Luego vino el regreso y los Harrier que recamaron su cuota de derribos entre los aviones que regresaban, ahora desarmados y casi sin combustible. Cimatti logró volver a la base junto a otros compañeros. A la hora de tomar lista, faltaban los aviadores José Arrarás, Danilo Bolzán y Alfredo Jorge Vázquez muertos en el combate.

Al final del día la flota británica había sufrido un golpe inmenso. Aunque sus Harrier habían logrado derribar tres aviones argentinos, las pérdidas que había recibido la Task Force eran desproporcionadas. Al menos 56 soldados británicos habían muerto en los buques y las playas. Otros doscientos habían sido heridos, algunos de ellos de extrema gravedad. En la bahía, ardían dos buques de desembarco y otro se había ido a pique.

Recuerdos de la guerra
Después de la guerra se dijo que los británicos habían escondido un desastre aun mayor y que sus pérdidas habían sido más cuantiosas durante el ataque de Bahía Agradable. Quienes creen eso, consideran que Gran Bretaña no quiso admitir su error al planificar el desembarco del 8 de junio, el más grave traspié bélico de todos los que tuvo desde 1945 en adelante.


Sea cual sea la verdad, aquel día los británicos perdieron más hombres que en cualquiera de las otras batallas de la guerra de Malvinas. Y aunque no pudo cambiar el curso de la contienda y Puerto Argentino cayó unos días más tarde, los aviadores de la Fuerza Aérea Argentina demostraron que estaban lejos de haberse dado por vencidos.

“Era por esos compañeros que ya no estaban en la mesa a la hora de la comida en la base. Era por esas literas vacías en las barrancas” dice Rinke para explicar que los llevó ese día a lanzarse contra una de las potencias del momento que ya se proclamaba vencedora.
En Bahía Agradable todavía es posible encontrar los rastros de la batalla del 8 de junio. En las playas aún quedan chapas torcidas y algún tiento que resistió el paso del tiempo. El HMS Sir Tristam fue reparado. Su compañero, el Sir Galahad, fue remolcado hacia el mar abierto y hundido; no podía quedar en el campo de batalla como testimonio de lo que en Londres fue bautizado como “el día más negro de la flota”.

En los aviadores argentinos, la memoria de ese día es permanente. “Lo que pasa en la guerra te acompaña el resto de tus días. No pensás tanto en lo que provocaron tus bombas, te acordás de esos camaradas que nunca pudieron volver” dice Cimatti, que ahora disfruta de su retiro en la provincia de Córdoba. Para Rinke “De algún modo hicimos una gran familia con los allegados de los que cayeron. Cada familiar de un caído sabe que cuenta con nosotros y eso es algo que sucedió a partir de Malvinas”, y revela que además los hijos de los caídos fueron apadrinados por sus camaradas y sus familias recibidas como propias por los que pudieron volver.


“Yo no me junté nunca con militares ingleses. No lo necesito. Hay una pica entre nosotros como sucede entre profesionales, es difícil de explicar, pero sucede. Hay respeto mutuo, pero al menos yo no necesito hacer lo que otros hicieron al juntarse con quienes fueron circunstancialmente nuestros enemigos” explica Rinke cuando habla de la posguerra. Y Cimatti piensa de manera similar “Nunca los busqué, no tuve la oportunidad. Llevo conmigo a mis camaradas caídos. A veces salgo a andar en mi moto y llevo una bandera por cada uno de ellos. Con eso me es suficiente”.

A 37 años de la batalla de Bahía Agradable, los aviadores ya retirados recuerdan cada instante de sus misiones con una vividez asombrosa. Ese 8 de junio fue el último gran ataque de la guerra. Probablemente sabían que no iban a cambiar el resultado del conflicto, que ya se encaminaba a un resultado inapelable. Como un boxeador que todos creen al borde del nockout, les dieron a sus adversarios una dura lección al dar un último golpe antes del final. El 8 de junio demostraron que todavía eran capaces de causar estragos con aviones que para ese entonces eran veteranos. Fue un modo de darle un cierre digno a los combates de Malvinas, en donde los aviadores consideran que nunca fueron derrotados.






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